quinto trabajo de Hércules iba a poner a prueba los límites
de su dignidad. Euristeo, consciente de que el héroe, debido a su fuerza y
sabiduría, iba resolviendo cuantos retos le iba encomendando, quiso humillarle
con una tarea indigna y repugnante.
Augías, que había sido uno de los argonautas que había viajado con el gran Jasón, tenía el beneplácito de los dioses y su ganado no sufría nunca enfermedades. Sus innumerables cabezas, entre las que descollaban trescientos toros negros de patas blancas y doscientos sementales rojos, pacían a sus anchas por los alrededores del establo del rey de la Élide. Todo el ganado estaba además protegido por doce descomunales toros plateados, que lo defendían de fieras y ladrones.
Pero no era arrebatar a Augías alguno de estos excepcionales animales lo que le ordenó el caprichoso Euristeo a Hércules, sino limpiar los establos en un solo día. Esta tarea, que de por si no era digna de un hijo directo de Zeus, se le presentaba tan repugnante como irrealizable, pues el estiércol de los establos llevaba años sin recogerse y las heces se esparcían por los campos colindantes, propagando un nauseabundo hedor que protegía el lugar con tanta o mayor eficacia que cualquier toro bravo.
Augías, al saber que el mismísimo Hércules se disponía a realizar aquella limpieza imposible, hizo llevar al héroe ante su presencia y quiso motivarle con una recompensa adicional. Juró por los dioses, con su hijo Fileo como testigo, que si Hércules era capaz hacer desaparecer en un solo día toda aquella inmundicia, le haría entrega de la décima parte de su ganado.
Hércules aceptó el reto y, tragándose su orgullo, se dirigió sin remilgos a realizar un trabajo tan impropio de él, como si se tratara del más servil de los esclavos. No le fue muy difícil encontrar la ubicación de los establos, porque la pestilencia que los envolvía era como una mancha de suciedad que señalara su ubicación en un mapa. Al estar envuelto en la piel del león de Nemea, Faetonte, el líder de los doce toros que custodiaban los establos, arremetió contra él, confundiéndole con una fiera. Hércules, agradeciendo tener una oportunidad de demostrar su fuerza y valía, asió al toro por los cuernos y le obligó con sus propios brazos a inclinar la testuz. Pero por mucho que pudiera doblar en potencia a aquellos magníficos animales, la suciedad seguía acumulándose en el lugar, recordándole con su hedor que aún no había dado ni un paso adelante en el que era su auténtico cometido.
Fue gracias al consejo de Menedemo, que conocía la región, y con la ayuda de su sobrino Yolao, fiel escudero y de siempre vivo ingenio, que Hércules pudo alcanzar el éxito sin necesidad de recoger una sola pala de excrementos, o manchar sus fuertes manos, acostumbradas a tensar el arco y arrojar con fuerza la lanza. Abrieron sendas brechas en las paredes del establo y el héroe desvió el curso de dos ríos que rodeaban el lugar, haciendo que el agua torrencial arrastrara el estiércol muy lejos de allí.
No fue, desde luego, este el encargo que proporcionó más satisfacción a Hércules, porque Augías no quiso entregarle el diezmo pactado, aduciendo que Hércules había realizado la tarea por orden de Euristeo y no de él y que la limpieza la habían hecho en realidad los dos ríos. Por su parte, Euristeo no quiso que el trabajo contara como uno de los doce a realizar, porque Hércules había llegado a un acuerdo con Augías sin su consentimiento. Largas llegaron a ser las deliberaciones de sabios y jueces sobre quién tenía razón y a quién correspondía reconocer la labor realizada. No extrañe al lector que en tiempos tan antiguos encontremos temas tan vigentes, pues los mitos son reflejo de la naturaleza humana. Tras realizar aquel esfuerzo ingrato, Hércules quedó sin recompensa y los dos grandes reyes negaron, como si de empresarios de baja estofa se tratara, que lo hubieran contratado en aquel
trabajo basura.
Hércules desviando el cauce de los ríos Alfeo y
Peneo. Detalle del mosaico de los trabajos de Hércules
de Liria (Valencia), en el M.A.N. (Madrid).
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